Como suele suceder con todos los artefactos explosivos, con el tiempo el boom fue perdiendo fuelle. El inicio fue atronador, una metáfora atómica. Oppenheimer citando el Bhagavad Gita: "Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”. El final se limitó a simple petardo. Aun así, el olor de su pólvora impregnó varias generaciones.
Murió el domingo el último integrante de este escuadrón de tinta explosiva, no el mejor, pero sí uno de los más versátiles;
Mario Vargas Llosa era el todoterreno de este grupo de escritores latinoamericanos.
Estas líneas no van sobre su persona —de ser así, se titularían "En qué momento se jodió Varguitas", y abordarían, sin dudarlo, el episodio de su infidelidad senil— sino del clan al que perteneció; es tanto el peso del legado literario de Vargas Llosa y su grupo que incluso generó varias intentonas de parricidios literarios.
El boom fue una casualidad; no hay una explicación que genere consenso sobre su irrupción. Algo así como el big bang cósmico, cuyas causas desconocemos pero sus efectos aún nos erizan. Con antecedentes difusos, como los versos de Rubén Darío, Pablo Neruda y César Vallejo, y los cuentos de Jorge Luis Borges, jóvenes latinoamericanos en el exilio se encontraron sin querer.
”Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, decía Julio Cortázar en otro contexto, uno que es mejor susurrar, pero que se puede aplicar en esta conjunción de astros. Hombres, en su mayoría, perdidos en ciudades frías y lejanas, huyendo del mismo monstruo: la realidad.
Solitarios que encontraron sus almas gemelas a miles de kilómetros de sus orígenes, y que en esas compañías lograron espantar los fantasmas que empacaron juntos con sus sueños y sus calcetines. La mayoría comenzó su exilio sin recursos, por lo que ese grupo también fue una especie de red de apoyo económico y laboral.
En sus memorias, Vargas Llosa recuerda incluso que su primer robo fue un libro suyo, en una librería de ultramar. No tenía dinero para comprarlo, y se lo metió en su gastada gabardina, en la que nadaba. El dependiente lo descubrió y le obligó a devolver el libro, a pesar de que se identificó como el autor.
Además de la amistad insólita entre estos vagabundos, fue la competencia entre sí la que aumentaba los kilotones de su movimiento. Machos alfa que luchaban por demostrar entre ellos quién bebía más y quién escribía mejor. Así quizás comenzó a incubarse el episodio más folletinesco de las letras latinoamericanas.
Que fue cuando Vargas Llosa le pegó un puñetazo en el rostro a Gabriel García Márquez: "¡Por lo que le dijiste a Patricia (Llosa, esposa del peruano)!”. Y pum. Con los años se fueron revelando las causas de este efímero round literario, que incluía una azafata y una infidelidad.
Ya muerto García Márquez, fue Vargas Llosa quien relató otro episodio, con otra asistente de vuelo. En una entrevista relató que, en un avión, una azafata se le acercó para pedirle que saludara a otro pasajero, quien lo admiraba pero que por su timidez le era imposible solicitarlo él mismo.
Vargas Llosa dijo que claro que sí y se acercó al fan. Este, después de media hora de deshacerse en elogios, como un polvorón, le confesó al autor peruano que "su libro, Cien años de soledad" le había cambiado la vida. Vargas Llosa se tragó el orgullo y se hizo pasar por el colombiano. No le fue difícil. Además de haber coincido con él, era experto, precisamente, en la galaxia Macondo: su tesis —Historia de un deicidio— fue sobre la obra de García Márquez.
Ya cuando la polvareda dejada por el boom se asentó, quizás son García Márquez y Vargas Llosa los personajes que han dejado una mayor huella. A pesar de las insurrecciones que han surgido con los años, entre ellas un movimiento que tuvo como fin romper —crac— al boom, aún no se ha logrado eclipsar esta herencia.
Fueron ellos mismos, en sus actividades extra literarias, los que atentaron contra su obra. En el caso de Vargas Llosa, sus actividades y opiniones políticas causaron, en especial en sus últimos años, una animadversión que se hizo extensiva a su trabajo como escritor.
”Veo ahora a mucha gente que admite que le gusta Vargas Llosa en tono de disculpa, como si tuviesen que pedir perdón por disfrutar los libros de alguien con el que no coinciden políticamente”, me comentó un amigo el domingo.
Ahora, con la paz que trae igual la muerte, el recuerdo del peruano radicará en su obra, que seguirá alimentando imaginaciones, mientras que sus posturas políticas quedarán en segundo término, relegadas en la posteridad. Tal vez sirvan para apostillar nuevas ediciones, destacando principalmente la libertad con las que las expresó siempre, disintiendo, nadando a contracorriente, aún sabiendo del escozor que causaban.
No sólo murió Vargas Llosa; sin él se apagó la última onda expansiva de un grupo que hizo explotar nuestra visión del mundo; deicidas que reescribieron el génesis de un continente colonizado. No sólo fueron los narradores de nuestra historia reciente, sino que describieron conceptos que nunca antes alguien se había atrevido a describir.
Ese es el verdadero poder de literatura, que en ocasiones se minimiza a simple entretenimiento: la capacidad de leer la realidad y darle sentido. Tarde o temprano, tal vez ahora mismo, un grupo de hombres y mujeres andan sin buscarse pero sabiendo que andan para encontrarse. Tal vez.
Edición: Estefanía Cardeña