Opinión
Rafael Robles de Benito
29/04/2025 | Mérida, Yucatán
Todos hemos oído el cuento de la gallina de los huevos de oro. Pero eso no quiere decir que hayamos aprendido algo al escucharlo. El curso que ha seguido el desarrollo de la industria turística en el estado de Quintana Roo, de los años setenta del siglo pasado a la fecha, es un claro ejemplo de que, cuando priva el interés por acumular la mayor cantidad de riqueza en el menor tiempo que sea posible, estaremos dispuestos, no ya a matar a la gallina de los huevos de oro, sino a sacrificar a todo el gallinero. Esto, por cierto, no es un asunto que aplique exclusivamente a un grupo de “voraces capitalistas” privados, nacionales y extranjeros. También participan de esta prisa acumulativa las instituciones públicas, tanto federales como estatales y municipales, e incluso algunas organizaciones sociales, como ejidos y comunidades locales.
Los colores del Caribe, la selva y su fauna, los arrecifes de coral, islas, cenotes y cuevas, sitios arqueológicos mayas monumentales, la legendaria resistencia del pueblo originario, y el sistema lagunar de Bacalar han resultado más que la suma de sus partes: un sistema de atractivo irresistible, que no solamente ha convocado a visitantes de todo el mundo, sino que se ha convertido en un crudelísimo mercado de inversiones multimillonarias, competencia despiadada, explotación desmedida y timo descarado. El apetito por la inversión y el rápido retorno de lo invertido parece no tener límite ni saciedad. Pero los límites están ahí: los impone la realidad ambiental, y aunque no se les quiera reconocer, están cada vez más próximos. Los ecosistemas de Quintana Roo ya no resultan un escenario sustentable para el desarrollo.
Lo que alguna vez fueran los paradisíacos Cancún, Playa del Carmen, Tulum o Cozumel, ya no ofrecen más paisaje que masivos hoteles, y no nos permiten la paz que alguna vez los caracterizaron: el ruido constante de músicas atronadoras y casi siempre torpes, los gritos de los “game organizers” (porque se supone que necesitamos alguien que nos organice el entretenimiento), avionetas que arrastran anuncios de diversiones sin fin, motos acuáticas que amenazan con decapitarnos si nos atrevemos a meternos al mar, y el acoso permanente de voces que insisten en que somos sus “amigos” y nos invitan a comprar más, beber, más, o comer más; en una palabra, a gastar más y más, nos recuerdan una y otra vez que aquí hemos venido a divertirnos, nos guste o no, cueste lo que cueste.
A pesar del evidente deterioro de la calidad de turismo que el estado ofrece, todavía persiste el apetito por construir otor muelle de cruceros, otro aeropuerto, un tren de dudosa utilidad, más hoteles, restaurantes, casinos, bares… Todo lo que pueda hoy atraer divisas. Ya el mañana se ocupará de explicar la ruina, soportar el desastre y añorar el paraíso perdido. Mientras tanto, crecen los asentamientos irregulares a espaldas de las zonas hoteleras y residenciales, donde el personal que presta servicios a los turistas se debate en la precariedad y padece el abandono y el destino de los residuos urbanos.
Por otra parte, en la medida en que decae la calidad de los servicios ofrecidos, y los hosteleros se ufanan de poner al alcance de propios y extraños volúmenes ilimitados de comida entre regular y mala, y bebida más o menos adulterada y barata a libre demanda, se desploma también la calidad de los visitantes, que cada vez aprecian menos lo que antaño fuera un ambiente privilegiado, y demandan más ruido, más fiesta fácil, más juegos inanes y más concursos de camisetas mojadas. Los visitantes que acuden al estado porque esperan encontrar la puerta del cielo en Sian Ka’an, la maravilla multicolor del segundo arrecife de barrera más grande del mundo, las estrellas de mar que tapizan el suelo marino en Cozumel, o la majestuosidad de la civilización maya en Tulum, o Kohunlich, atraviesan con enojo y frustración por el deterioro comercial. Pocos regresan.
Los habitantes de Quintana Roo empiezan a entender los riesgos que el modelo de desarrollo elegido para el estado representa para su calidad de vida. Las protestas menudean, ya sea
en Cozumel en contra de la construcción de un nuevo muelle de cruceros, o en
Bacalar contra las obras emprendidas por la Secretaría de Marina. También se protestó frecuente y ruidosamente contra la construcción avasalladora del tramo cinco del tren maya, aunque esto haya quedado como mera prédica en el desierto. Es cierto que ahora la secretaria de Medio Ambiente ha reconocido los impactos de esta obra, y se ha propuesto llevar a cabo acciones para restaurar lo dañado, aunque aún no queda claro cómo lo hará con un presupuesto que se encoge año con año. Quizá ya resulte poco, y tarde: más de medio siglo después de emprender un proceso de transformación del entorno sin prevenir cabal y oportunamente los impactos que las acciones humanas ejercen sobre el medio ambiente han quebrantado la dinámica de los ecosistemas quintanarroenses hasta poner en riesgo su resiliencia.
No obstante, creo que todavía hay suficientes elementos en el territorio de esta entidad para mantener viva la esperanza de que se puede reconstruir su sustentabilidad, y su capacidad para ofrecer una vida de calidad a sus habitantes, humanos y del resto de las especies que constituyen su paisaje. Se requiere el fortalecimiento de una sociedad civil que abriga una conciencia creciente acerca de la necesidad de transformar nuestra relación con el entorno, una atención rigurosa al marco jurídico ambiental, garantizando que paguen los costos del deterioro los responsables de someter el ambiente a impactos negativos en aras del desarrollo, y la voluntad política de las autoridades de los diferentes niveles de gobierno, para promover un modelo de desarrollo amigable con los requerimientos ambientales, y menos puesto en la perspectiva cortoplacista de medrar hoy, sin que parezca importar la pobreza del mañana.
Edición: Fernando Sierra