Opinión
Felipe Escalante Tió
22/05/2025 | Mérida, Yucatán
El interés por las antigüedades es tal vez un atavismo del ser humano, y cuando no se trata de objetos, la curiosidad se dirige a las costumbres, los modos de vida, las técnicas para elaborar algún artefacto, en fin. Desde que nos preguntamos por el motivo en el que algo se hace de una manera específica, es que recurrimos a la búsqueda de explicaciones.
Pero a principios del siglo XX, el interés por los temas históricos y particularmente por lo que había ocurrido antes de la llegada de los españoles al continente americano, era prácticamente nulo. Por supuesto, habían surgido algunos estudios y varios intentos por crear una historia patria, pero lo que tuviera que ver con los indígenas era visto como un problema y no como una de las raíces de la población actual.
La situación comenzó a cambiar precisamente en el porfiriato, cuando comenzaron a promoverse algunas investigaciones arqueológicas, especialmente las realizadas por Leopoldo Bates en Teotihuacán.
Una nota aparecida en el Diario Yucateco en su edición del 5 de marzo de 1909 da cuenta de un aparente desinterés por las zonas arqueológicas en Yucatán y cómo, por contraste, ya había un turismo extranjero dispuesto a pagar grandes cantidades por conocerlas.
Con el título “Los estudios arqueológicos en Yucatán. Nuestra incuria y nuestra ignorancia”, el redactor del periódico pretendía llamar la atención en cuanto a esa contradicción: mientras que los extranjeros apreciaban las antigüedades prehispánicas, los yucatecos ignoraban todos los vestigios y carecían de infraestructura decente para exhibir las pocas que se tuvieran a mano.
Muy probablemente la nota corrió por cuenta del propietario del Diario Yucateco, Ricardo Molina Hübbe, sobrino del ex gobernador Olegario Molina Solís, pues comienza destacando una condición de privilegio, pues el artículo inicia con una frase contundente: “Cada vez que nosotros los mexicanos, tenemos ocasión de conocer a la sonriente metrópoli del mundo moderno, París, no dejamos de dedicar una visita al hermoso monumento de los Inválidos, en cuya cripta duermen el sueño eterno los despojos del más egregio capitán de los tiempos modernos, Napoleón I”.
En seguida, como si estuviera rememorando un viaje, el autor refiere como visita la iglesia contigua al monumento de Los Inválidos (la catedral de Saint Louis des Invalides), donde se encuentran “entre los mil y un trofeos que recuerdan las proezas y hazañas militares de la Francia, algunos estandartes viejos y polvorientos que lucen el escudo y los colores emblemáticos de nuestro pabellón nacional”, lo cual le deja una sensación de mortificación.
Y continuando con el privilegio, refiere que experimentó una sensación “muy semejante a tan dolorosa cuanto humillante momrtificación” cuando, “visitando algunos museos norteamericanos y muy especialmente el del Instituto Smith Soniano de Washington, al contemplar allí el venero precioso de ricas colecciones, relativas a nuestras antigüedades arqueológicas; colecciones de tal abundancia, magnitud y riqueza, que a su lado nuestro pobrísimo Museo local, desempeña bien triste, humillante y desmadrado papel. Y ¿cómo no sentirse así oprimidos de tristeza al pensar que en tanto que nosotros aquí en Yucatán (y lo que aquí se dice de Yucatán puede aplicarse con justicia a toda la América Latina) menospreciamos el grandísimo valor de nuestros monumentos arqueológicos, ellos, los sajones, han logrado a favor de su audacia inteligente y de su dinero, nunca escatimado para tales empresas, saquear hábilmente nuestro tesoro, comprándolos alguna vez, cuando no apenas si se han tomado el trabajo de acarrearlos hacia sus Institutos y Museos?
Eso sí era triste: la condición del Museo Yucateco, que era sumamente improvisado. “Y todavía hoy, cuando nos debiera estimular el ejemplo de los turistas extranjeros que transponiendo la distancia y erogando cuantiosos gastos, fatigas y aún peligros relativos al viaje, no vacilan en venir aquí, llevados por su noble curiosidad a visitar nuestras ruinas monumentales, no tan sólo acontece que existe todavía, ¡quién lo creyera!, una inmensa mayoría de yucatecos que ignoran aún la belleza de nuestras ruinas, sino los muy pocos que con ocasión de alguna vacación acometen aquel viaje, se limitan a considerarlo apenas como pretexto de una partida de placer, en la cual la ciencia arqueológica permanece olvidada y menospreciada por completo”.
Y aquí nos deja un dato sumamente valioso, porque refiere a descubrimientos “hechos recientemente en la villa de Acanceh, los que han pasado desapercibidos”, y que fueron hallados “con ocasión de estarse demoliendo, para utilizar sus escombros, uno de los cerros situados en la cercanía de la plaza de aquella población”.
Quedaba atribuir el desinterés a la falta de arqueólogos propios de Yucatán, salvo el destacado Juan Martínez Hernández, quien acababa de publicar una monografía “que se refiere al famoso Chilam -balam de Maní o Códice Pérez”.
¿Será que en Campeche existe tal déficit de arqueólogos que fue necesario llamar a Mr. Beast? ¿El INAH tampoco tenía personal para promocionar Calakmul y Chichén Itzá? Eso tal vez se resuelva en otras notas, y otro tiempo.
Edición: Estefanía Cardeña