Especial: Especie viajante
Cuando Enrique Chan encontró su número entre las matrículas de la lista de selección para ingresar a la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), supo que su vida iba a cambiar drásticamente. La razón principal iba a ser que su nueva escuela se encontraba a casi 70 kilómetros del lugar donde residió toda la vida con su madre.
Educación, trabajo y salud son algunos de los motivos que orillan a las personas procedentes de municipios de Yucatán a trasladarse a Mérida, su capital. Muchas de ellas comienzan viajando a diario, pero eventualmente la lejanía y el costo del transporte les obliga a establecerse de forma definitiva en la ciudad, convirtiéndolos en migrantes.
Enrique salió de su casa una madrugada de agosto hacia la terminal de autobuses Noreste. En su mochila llevaba una botella de agua, dos libretas, algunos lápices y casi media cajetilla de Delicados con su respectivo encendedor. El desayuno lo hacía en el puesto de kibis que doña Bertha instalaba a las puertas del instituto.
Antes de culminar el primer semestre, el futuro literato se percató de que su estadía en la UADY pronto se volvería insostenible a razón de los altos costos que generaba su odisea diaria. Más de 200 pesos gastaba al día entre transporte, alimentos y los cerros de fotocopias.
Fue así como decidió emprender la búsqueda de un lugar para vivir y disminuir los costos de su educación. Tras una cruzada de dos semanas, el bachiller halló un sitio en el segundo cuadro de Mérida; a una caminata de 15 minutos y una hora de distancia en autobús del edificio en el que vivió prácticamente cinco años.
Enrique Chan sabe cierto que migrar no es fácil, aunque sólo esté a unos cuántos kilómetros de casa. Pasaba semanas y a veces meses sin ver a su familia, alejado de sus hábitos; inmerso en una rutina de interminables lecturas, comidas improvisadas y la nostalgia que aflora en quien se siente arrancado de su raíz.
De esta forma pasaron los años y hoy, Enrique estudia la maestría en una universidad de la Ciudad de México (CDMX). Ya con cierto “callo” en los menesteres migratorios, lamenta entre risas el haber tenido que volver a Dzidzantún a causa de la pandemia. Esto, a pesar de que las clases ya se impartan de manera presencial.
Y es que de estudiar en CDMX le resulta, por lo menos, el triple de costoso. El monto por el departamento (que a su llegada rentaban entre cuatro), el transporte y sus alimentos se “comen” una beca con la que asegura, vive cómodamente en Yucatán.
Además, confiesa, no se termina de adaptar a la fritanga capitalina. Por el momento, se le permite cursar sus estudios vía Zoom. Mientras atiende a talleres, cátedras sobre perspectivas socio-críticas de la literatura y Marxismo, Enrique disfruta frente a su computadora unos joroches preparados por su abuela. Eso sí, ya le alcanza para Marlboro rojos, sus cigarros predilectos.
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