Manuel Alejandro Escoffié Duarte
La Jornada Maya
24 de julio, 2015
Si un ser humano fuese puesto en congelamiento criogénico por treinta años y acabase de salir de su hibernación, seguramente quedaría confundido respecto al año o década en que se encuentra al revisar la oferta cinematográfica que suele abastecer a las carteleras.
Quien lea los títulos [i]Transformers[/i], [i]Tortugas Ninja[/i], [i]Mad Max[/i], [i]Robocop[/i], [i]Poltergeist[/i] y coincida conmigo en haber nacido en los ochentas, reconocerá más de un ingrediente decisivo para su educación emocional, proveniente de la cultura [i]pop[/i]. Con suerte, quizás comparta sentimientos conflictivos sobre la idea de que su infancia fue la principal gallina de los huevos de oro de Hollywood.
Siendo justos, reciclar argumentos de ningún modo es algo nuevo. Iconos como [i]Drácula[/i] o [i]Hamlet[/i], han sufrido tantas reencarnaciones que podrían despertar celos en un budista. Pero la práctica especifica del [i]remake[/i] (volver a usar el argumento de un largometraje previamente producido), solía verse no sólo con escepticismo, sino como un disparate. Sin embargo, a principios del Siglo XXI, lo único necesario para que dicha actitud diese un giro de 180 grados fue una cuestión de semántica: en vez de [i]remake[/i], el término acuñado fue [i]re-imagine[/i] (reimaginar) para desembocar en el famoso y recurrido [i]re-boot[/i] (re-inicio). Bajo esta lógica, lejos de clonar a un filme de antaño, lo que se busca es dotar a lo viejo de algo nuevo y emocionante. Algunos de los partidarios de estas formas, llegarán tan lejos como para afirmar que contribuyen a mejorar lo que de suyo era muy bueno.
Quisiera creer que lo último es verdad. Quisiera poder darle a cada re-make el beneficio de la duda y asumir que logrará mejorar al original; o que al menos la intención fue sincera. Unos cuantos antecedentes inspiran cierta esperanza. El [i]Scarface[/i], de Brian de Palma, por ejemplo, demostró que un clásico de los años treinta puede ser modernizado sin sacrificar su alma. Pero fuera de esta clase de excepciones, la experiencia con la mayoría de estas “mejoras” me han llevado a la opinión de que Hollywood no se encuentra tanto resucitando al pasado como llevando a cabo un saqueo indiscriminado de tumbas en el cementerio de los recuerdos; desenterrando todos los cadáveres que pueda encontrar y apresurándose a devolverlos a la vida antes de perder sus pocos rasgos reconocibles.
Que la necrofilia mercenaria haya llegado a su apogeo en los últimos cinco años, difícilmente constituye una coincidencia. El actor y comediante británico Simon Pegg declaró hace poco en su blog: “los niños de los setentas y ochentas fueron la primera generación para la que no era imperativo madurar inmediatamente después de dejar la escuela”, lo que ayuda también a explicar que la industria esté dispuesta a rescatar prácticamente a cualquier figura del baúl de los recuerdos, sin importar que inspire o no un mínimo grado de familiaridad. Los niños quizás no los ubiquen, pero sus padres de treinta o de cuarenta años, no tardarán en producir lágrimas, ante la mera mención de sus nombres. Y lo más importante es que cuentan con las billeteras para probarlo. Sólo mediante esta apelación a un permanente estado de adolescencia se podría explicar que esperemos una segunda secuela de Los Pitufos cuando no hay señales de una fan base significativa para justificar su existencia.
Para los griegos, el significado literal de la palabra “nostalgia” solía ser “el dolor de una vieja herida”. Mientras nuestro consentimiento a que Hollywood siga hurgando su dedo en aquella herida se mantenga firme, más lejos estaremos de ser conscientes de la verdadera cara oculta en casi todo [i]re-make[/i]: una licencia para consolidar un sentido de autocomplacencia irreversible en quienes hacen las películas y en quienes las consumen.
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