Paul Antoine Matos
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

22 de marzo, 2016

El sol no apareció en Dzibilchaltún, a la hora precisa que se esperaba. No arropó con su calor a los visitantes, pero su luz atravesó el Templo de las siete muñecas de Dzibilchaltún, ya tarde.

Alrededor de dos mil personas acudieron ayer por la madrugada a la zona arqueológica al norte de Mérida. Después del recorrido por carretera y de acercarse a la comisaría, muchos decidieron dejar sus automóviles allí y caminar hacia el Templo de las siete muñecas, a pesar del frío.

La razón para estacionar los carros a mitad del camino fue un embotellamiento que se registró en la entrada principal de la zona arqueológica, provocado por el estricto control de seguridad. Los elementos que aseguran el orden público revisaban cada vehículo y a sus pasajeros, provocando lentitud en el avance. Quienes caminaron, lo hicieron entre la heladez de la madrugada y el tramo que lleva a Dzibilchaltún.

Antes de ingresar, más seguridad. El personal del INAH solicitaba a los asistentes que dejaran sus mochilas bajo resguardo. Varios de los que acudieron a la zona arqueológica son justamente turistas mochileros que depositan su vida material en un pedazo de tela con zippers y bolsas.

En el interior, de nuevo, más seguridad. Elementos de la policía estatal, pero también del Ejército, se mantenían alertas. Los militares, con boinas y uniformados de color verde para camuflajearse, se aferraban a sus metralletas.

El [i]sacbé[/i] (camino blanco) que comunica el cenote Xlacah con el Templo de las siete muñecas transformó el lugar que recorrían hace centurias los mayas, en un collage de las Naciones Unidas. Además de los visitantes locales y nacionales, estadunidenses con barbas de leñador y güeritas con tapetes cuyos colores y formas asemejan a una tienda tipi de los nativo-americanos; orientales que recorrieron la mitad del planeta y mujeres con sus burkas árabes.

Sin importar la nacionalidad, los celulares comenzaron a tomar fotografías, selfies y a grabar videos. También las cámaras profesionales. Al parecer los asistentes ignoraban la disputa por el permiso del uso de dichos equipos en las zonas arqueológicas, a los que se les intenta agregar un costo.
Si el INAH hubiera cobrado los 45 pesos que pretende por, supongamos, 2 mil personas, habrían ganado en una madrugada 90 mil pesos.

El amanecer estaba programado para las 6:01 horas. Pero las grises nubes en el horizonte hacían temer su aparición. Los minutos pasaron, mientras los visitantes esperaban.

El h’men Tiburcio Can May y dos señoras realizaban un ritual con una ocarina para ahuyentar las nubes y permitir que el sol fuera visto a través del Templo de las siete muñecas, pero un empleado del INAH les prohibió el uso del instrumento musical, con la justificación de que “molestaba a los demás visitantes y las piedras se dañan”, expresó Can May. “Es ilógico”, manifestó el ritualista.

Según la versión del empleado del INAH, la justificación para impedir que la ocarina sea tocada es que lograba el efecto contrario, provocaba que las nubes se arremolinaran en la mañana.

Can May y sus dos acompañantes recurrieron a los silbidos para disiparlas. Una de las señoras, venezolana, se colocó un chal rosa mexicano y un cinto rojo, el cual le daba la apariencia de Ryu, el personaje del videojuego [i]Street Fighter[/i]. Los tres parecían dedicar una oración a su respectiva deidad para que el sol saliera: Can May a Kin, la venezolana acaso al Dios occidental y la última a Facebook.

Los rezos y silbidos a las dioses mayas, a los dioses occidentales e, incluso a los digitales fueron infructuosas. El sol, con su luz capaz de recorrer los 149 millones de kilómetros que le separan de la Tierra en apenas ocho minutos y también de ser visto desde otras estrellas, fue bloqueado por una simple nube, tan efímera y perecedera como una burbuja de jabón, pero tan poderosa como las piedras colocadas por los mayas. Los brazos cruzados aparecieron entre los turistas, quienes viajaron miles de kilómetros para un espectáculo que nunca sucedió.

El sol no arropó con su calor a los visitantes, pero su luz atravesó el Templo de las siete muñecas de Dzibilchaltún, ya tarde. Ya había superado los grados en el cielo para apreciarlo en su esplendor. Pero algunos, los más ingeniosos, recurrieron a los ángulos más extraños para conseguir la fotografía del recuerdo y hacer válido el viaje hasta la zona arqueológica. Se acercaron al pie del Templo o en algún rincón para que la estrella se observara entre los muros que contenían siete figurillas de barro.

El INAH estará satisfecho, no hubo espectáculo luminoso –aun siendo natural– en una de sus áreas de patrimonio histórico.


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