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Foto: Jusaeri

La cultura, las costumbres, es lo que le otorga especificidad a las sociedades. La antropología no tendría razón de existir si no hubiera esas diferencias que pueden ser tan marcadas entre grupos vecinos. En el mundo hay algunas costumbres -como la mutilación genital femenina -que merecen la condena mundial y el combate frontal para erradicarlas; otras, en cambio, parecen producir asombro y maravilla en quienes las descubren, porque quienes las viven no se cuestionan por su origen, porque simplemente se viven.

No es de extrañar que The William Lawson Yucatan Dictionary (s/f, Ralf Hollman) contenga esta palabra y en principio señale el uso equivalente a estación, pero en seguida se desvíe a la acepción yucateca: “Pero el significado más usual de la palabra, cuando alguien dice La Temporada, se refiere a los dos meses de vacaciones de verano cuando todos con su descendencia y esos horribles parientes de Campeche (ni modo que les digamos que no vengam) van a las playas de las costas en el Golfo de México”.

La noción que recoge el diccionario mencionado es insuficiente y poco exacta. Pareciera que una familia (extensa, eso sí) podría pasar la temporada en cualquier puerto mexicano en el Atlántico, pero no es así; la temporada tiene fechas, lugares y celebrantes precisos y específicos.

Luis Rosado Vega, en Lo que ya pasó y aún vive (1947 / Editorial Cultura), dedica un capítulo completo a “las temporadas de verano en Progreso”, rememorando las que le tocó vivir en su infancia y juventud, de finales del siglo XIX y principios del XX, aunque su referencia temporal es el tiempo previo a la construcción del Malecón de Progreso, obra del gobierno encabezado por el doctor Álvaro Torre Díaz (1926-1930).

 

Temporada, sólo en Progreso

Usando como guía el capítulo del autor de Peregrina, queda establecido que el espacio para La Temporada es principalmente Progreso, pero ya desde la época que indica el autor encontramos diferencias porque, a pesar de que, según menciona, “Se iba por escapar a los calores sofocantes de Mèrida, por gozar del mar, de la brisa yodada”, y las casas de temporada “eran sencillas, unas de huano, otras de teja, pero cómodas, frescas, agradables, arregladas al ambiente. Nadie pensaba en lujos”, sólo había dos opciones: o se establecía hacia Yaxactún, “el nido principal de las casitas veraniegas de aquel tiempo y de las de hoy, sólo que se ha extendido hasta el puertecito cercano de Chicxulub…”, o se era de los temporadistas “de corto número”, de los que estaban al otro lado del viejo muelle, “al poniente, rumbo al rancho Xculucyá”, donde “estaban las casas de los ricachones de Mérida, de las familias pudientes o aristocráticas, que no osaban revolverse con el democrático y sencillo Yaxactún”.

Con el tiempo, es posible decir que La Temporada contempla otros puertos de Yucatán, ya que la construcción de casas de verano se ha extendido a toda la costa. Así podría incluirse a los canadienses que residen “por temporada” (aunque sea el crudo invierno yucateco) en Celestún. Sin embargo, la residencia de temporada conlleva marcadores sociales. Un diálogo entre padre e hijo como el siguiente, no sólo es posible sino que se ha repetido en múltiples ocasiones y familias:

-Papá, ¿puedes prestarme el auto el fin de semana para ir a casa de los papás de mi novia en el puerto?

-¿El fin de semana? Ya ampliaron la carretera, puedes regresar tranquilo en la noche.

-Es en Sisal, papá.

-¡¿SISAL?! ¿No pudiste conseguirte una con casa en Chicxulub?!

 

Una temporada de dos meses

“Desde que terminaba la Semana Santa comenzaba la animación e inquietud por trasladarse a Progreso; pero los meses nucleares de la temporada eran julio y agosto, no solamente por ser los más calurosos en Mérida, sino por coincidir con las vacaciones escolares”, apunta Rosado Vega.

En efecto, La Temporada depende totalmente del calendario escolar. La economía de los puertos yucatecos entra en una dinámica de mayor diversidad en el periodo que dejen libre las clases. Es frecuente que los propietarios de casas veraniegas aprovechen los puentes

de mayo para hacer reparaciones, llamar plomeros, electricistas, albañiles, y es también el lapso en que los comederos tienen mayor actividad.

Hasta hace no muchos años, La Temporada iniciaba el 1 de julio y concluía el 1 de septiembre, que solía ser día inhábil por estar dedicado a la ceremonia del informe presidencial. Desde que las autoridades educativas traen ánimos de aumentar días-aula, los pequeños y medianos negocios de la costa sufren.

 

¿Una costumbre única?

Contrario a lo que uno pudiera pensar por la reacción de quienes viven por primera vez una temporada à la yucateca, podría pensarse que este desplazamiento de familias a la playa es una costumbre muy particular. Sin embargo, es un fenómeno que se da en otros lugares del mundo.

Siguiendo a Rosado Vega, quienes disfrutan de La Temporada, al menos todo el tiempo, son un grupo muy particular: “En realidad las mamás, las niñas y los chiquillos estudiantes formaban la legión de veraneantes fijos; los papás, hermanos mayores y enamorados o novios de las “niñas” iban por las tardes en ferrocarril, después de sus actividades cotidianas en Mérida”. Y el viaje en tren se llevaba más de una hora, aparte de la escala en San Ignacio.

Esto mismo encontramos en el argumento de La comezón del séptimo año, que inicia mostrando una supuesta costumbre de los indígenas de Manhathan, que en los meses de verano enviaban a mujeres y niños a las montañas, a la que los habitantes de Nueva York darían continuidad 500 años después. Entonces, mejor dejemos que La Temporada una al mundo.

 

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Edición: Laura Espejo


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