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El retorno a clases presenciales: entre el caos y la urgencia

Al inicio de la pandemia la educación fue declarada como no esencial en México
Foto: Fernando Eloy

Laura Machuca Gallegos, Rodrigo Patiño
 

Aunque académicos de distintas áreas nos permitimos dar una opinión aquí en nuestra calidad de padres de dos menores de edad que llevan 17 meses sin asistir a la escuela de manera presencial. Como sabemos, desde marzo de 2020 fue declarado en México un estado de emergencia ante la pandemia causada por el coronavirus SARS-CoV-2, cuyos estragos se fueron viendo en meses previos para distintos países de Asia, Europa o Norteamérica. Un virus contagioso y mortal del que poco conocíamos y del cuál más valía tomar precauciones, en especial por asociarse a comorbilidades que han golpeado a México desde hace años, incluyendo la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiacas. Con la finalidad de evitar la saturación de hospitales de un país con grandes carencias en el servicio médico universal, el aislamiento fue la primera reacción para controlar los contagios. En nuestro país, como en otras regiones, las actividades se clasificaron en esenciales y no esenciales. La educación fue declarada como no esencial, poniéndola en una balanza para la protección de la niñez y la juventud mexicanas.

Si bien esta política pública fue considerada adecuada en su momento, a lo largo de más de un año hemos notado que ni ésta ni otras decisiones han sido las mejores en el manejo de la pandemia en nuestro país, a nivel federal como estatal. Ahora sabemos mucho más de la enfermedad de Covid-19 y ha sido posible proponer formas más efectivas de control, incluyendo distintos planes de vacunación. Múltiples efectos colaterales también han ido apareciendo como consecuencia del aislamiento: la falta de atención a otras enfermedades, la multiplicación de enfermedades mentales y adicciones, la violencia intrafamiliar, la mala nutrición y falta de ejercicio físico, son algunos ejemplos. 

Todo esto aplicó también para muchos jóvenes y niños, los cuales se encuentran en una etapa de la vida que es clave para su desarrollo psicosocial; al cerrar las escuelas y otros espacios públicos (parques, instalaciones deportivas y culturales), la falta de acceso a la educación y a un ambiente seguro formaron parte también de estos efectos colaterales. ¿Qué ha pasado con nuestros niños en casa? Los libros languidecen en los estantes ante unos niños que ya no quieren leer; los nuestros pasan largas horas frente al televisor o a su computadora sin avistar el privilegio tan grande que tienen de contar con estos servicios, incluyendo una red de internet. Ensimismados en su mundo virtual, dejaron de socializar con otros niños de su edad de forma presencial; ya sea por comodidad o por miedo, se negaron a salir de casa; hicieron de lado los deportes ante una oferta que sólo privilegia lo virtual, uno de ellos empezó a ganar peso irremediablemente. Los videojuegos, a los que no habíamos negado a abrir la puerta de nuestra casa, se han instalado para quedarse y no sabemos cómo controlarlos. No vivimos en fraccionamiento ni privada, algo que resultó óptimo para muchas familias, al encontrar ahí un espacio seguro para que sus niños jugaran.  Descubrimos tarde el mundo de las microburbujas escolares, una de las formas más creativas que los padres hallaron para que sus hijos no perdieran el contacto con sus compañeros y amigos. Estas consecuencias son mínimas a lo que ha sucedido en otras familias menos favorecidas: deserción escolar, violencia e incluso suicidios, cuyas tasas han aumentado entre los niños durante la pandemia.

Después de distintas presiones por parte de asociaciones de padres de familia y al poner hace meses el balance de los sacrificios hechos por considerar la educación como una actividad no esencial, el gobierno federal ha tomado la decisión de intentar revertir este proceso. Esto ha ocasionado que las familias ahora se encuentren divididas.  De un lado, se encuentran aquellos que prefieren totalmente la virtualidad por razones de salud, pero no únicamente pues también quizá por su propia situación laboral o familiar les conviene más dejar a los niños en casa. Por el otro lado, está el grupo que desea fervientemente que sus hijos regresen a la escuela de manera presencial a 100 por ciento. Varios de los argumentos de las dos partes son razonables. Es una realidad también que los niños ya están en las calles: desde que se levantó la prohibición de que entraran a lugares públicos los vemos en las plazas, los supermercados, los restaurantes, los cines, entonces, ¿porqué no han de ir a la escuela? Sobre todo si pensamos que en otros países las clases casi nunca se suspendieron.    

Sin embargo, el retorno presencial a las aulas depende las condiciones de abandono que han tenido las escuelas públicas por más de un año y la falta de lineamientos claros para el retorno seguro, tanto de las instancias de educación como de salud. Las escuelas se encuentran a la deriva de sus propias condiciones y, en este sentido, dependerá de cada escuela la forma en que puedan hacer efectivo un retorno seguro. Hemos escuchado de escuelas públicas sin luz ni agua, sin mantenimiento, ¿qué pasó ahí todo este año?, ¿en qué se destinó el dinero para ello?

Si bien la orden de la reapertura escolar resulta una medida positiva, tropieza con el problema de no marcar un camino claro, y que la estafeta queda en manos de los colegios, su personal, sus estudiantes y de los padres de familia. No será tarea fácil, pues la organización en las comunidades escolares tradicionalmente sigue una dinámica de parte de la autoridad escolar, donde los estudiantes asisten y participan de sus clases, y los padres de familia a veces se deslindan de sus responsabilidades en la educación integral de los hijos. En este esquema, el retorno escolar puede representar un verdadero caos, donde las condiciones de control de la pandemia pudieran exacerbarse. Las más preparadas, quizás, son las escuelas privadas que se han dotado de herramientas y arrancarán en esquemas híbridos, modalidad que parece que llegó para quedarse por un periodo largo. 

Si apostamos a un nuevo modelo escolar, aprovechando el concepto lanzado el año pasado de “nueva normalidad”, los esquemas educativos deben ser ahora más participativos y horizontales, donde el personal escolar, los estudiantes y las familias se corresponsabilizan de la dinámica del colegio, se mantienen vigilantes de un entorno seguro y son reorientados al verdadero objetivo de los colegios, que es la formación de ciudadanos responsables y útiles a la sociedad.  Muchos creen que los niños y los jóvenes no pueden ser capaces de participar en un esquema de este tipo, pero se sorprenderían de escucharles y verles en acción cuando realmente se les da la oportunidad. Los adultos podemos aprender mucho de su imaginación, espontaneidad y esfuerzo para enfrentar los problemas de nuestro mundo en crisis. Creemos que lo importante es no inculcar miedo a nuestros niños, al contrario, deben ser conscientes de su realidad y confiar en que sus acciones también contribuyen en nuestro quehacer cotidiano ante la realidad compleja de nuestros tiempos. Permitamos que las escuelas que puedan hacerlo regresen a clases, y que los padres que lo consideren conveniente manden a sus hijos en modo presencial, solo la experiencia del día a día marcará cuáles son los mejores rumbos.

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Edición: Laura Espejo


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