La guerra en Ucrania ha tomado derroteros cada vez más peligrosos, con acciones que trascienden el conflicto convencional que se ha limitado hasta ahora, nominalmente, a una contienda militar con Rusia.
Un primer signo ominoso de esa tendencia fueron los sabotajes a la red de oleoductos Nord Stream, que transportan combustible ruso a Europa occidental, a mediados de septiembre, y que llevaron a la suspensión indefinida del abastecimiento.
Rusia y varios gobiernos de la Unión Europea y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte han intercambiado acusaciones no muy veladas por la responsabilidad de esos atentados, los cuales denotarían una extensión de la guerra más allá de los territorios de los dos países directamente confrontados.
Por otra parte, tras semanas de una intensa contraofensiva ucraniana en el este y el sur del país invadido en febrero, una explosión destruyó parcialmente el puente Kerch, que es la principal vía de comunicación entre Rusia y Crimea, la península de Ucrania que Moscú se anexó en 2014.
El gobierno de Vladimir Putin acusó de inmediato a Kiev de estar detrás del atentado y respondió con un bombardeo con misiles sobre la capital y otras ciudades ucranianas.
Mientras el escenario bélico adquiere una nueva intensidad, con numerosas bajas civiles y una vasta destrucción material tanto en Ucrania como en los territorios rusófonos que el Kremlin incorporó recientemente a la Federación Rusa, proliferan los intercambios de advertencias y amenazas acerca del uso de armas nucleares entre Moscú y Washington.
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Es claro, pues, que la guerra que se desarrolla en el sureste de Europa se ha acercado en forma alarmante al punto en el que las fuerzas militares rusas y las de la alianza occidental podrían encontrarse frente a frente, lo que pondría al mundo a un paso de una tercera guerra mundial, con todo lo que eso significa.
En este desolador panorama proliferan los discursos de hostilidad y escasean las voces de la sensatez. Independientemente de las responsabilidades que correspondan al gobierno de Kiev por las agresiones a los pueblos rusófonos del oriente ucraniano y a las autoridades de Moscú por lanzar una invasión en toda regla a un país vecino, y más allá de los debates sobre crímenes de lesa humanidad cometidos en el curso del presente conflicto, resulta evidente la necesidad de detener la guerra y de empeñar en ese esfuerzo todos los medios diplomáticos de que dispone la comunidad internacional.
No debe ignorarse que, hasta el momento, la única propuesta de paz inmediata y sin condiciones para las partes ha sido puesta sobre la mesa por el gobierno de México, y lo ha hecho en un espíritu en acatamiento a los principios rectores de la política exterior de nuestro país.
Si Estados Unidos y Europa desdeñan la iniciativa, otros gobiernos debieran impulsarla a fin de introducir un urgente e indispensable elemento de racionalidad y buena voluntad en esa guerra que se ha convertido en antesala de una pesadilla planetaria.
Edición: Ana Ordaz
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