Hemos apostado muy fuerte por la empatía, sin detenernos en algunas otras consideraciones. Y es que la capacidad de poder asomarnos a la subjetividad ajena no garantiza absolutamente nada por sí mismo.
Pongamos un ejemplo: un maestro medianamente sensible puede percibir la tensión con que un alumno se enfrenta a sus deberes académicos; puede darse cuenta que esta tensión deviene de que el alumno (por alguna razón que el profesor desconoce) ha logrado escalar los diversos grados de su formación sin tener los conocimientos y habilidades necesarios para ello. El maestro ha hecho su labor empática; se ha asomado al mundo de su alumno y lo compadece: ¿debe entonces, desde la compasión, aprobarlo?, ¿debe calificar el esfuerzo estéril y no los conocimientos y las destrezas desarrolladas?
Tal y como se ha entendido el concepto, la empatía nos ofrecería razones suficientes para aprobar al alumno con argumentos ajenos a los que deben prevalecer en rigor. ¿Hasta dónde, sin embargo, en nombre de la empatía estamos haciendo una trampa?
Lo curioso es que, en caso contrario, el maestro que después de haber hecho un cabal ejercicio empático decide reprobar al alumno, es acusado del gravísimo pecado de carecer de la más elemental empatía (como si ello fuese un acto criminal) y ello pervierte por completo todo el asunto.
Lee la primera parte de este artículo aquí.
Llevemos el ejemplo a una situación límite: el alumno en cuestión se ha convertido en un experto para conquistar la compasión de sus maestros y así ha llegado a obtener el título de neurocirujano. Gracias a la empatía mal entendida (y mal empleada), ese neurocirujano operará a la madre del profesor que lo aprobó por compasión: ¿seguirá ese hombre teniendo fe en las bondades de la empatía?, ¿pondrá en tela de juicio su decisión de años atrás?
Pongamos un segundo ejemplo: la niña gordita es el hazmerreír del salón. Las alusiones a su situación corporal son constantes y cada vez más hirientes; la violencia alrededor de ella va en ascenso, así como la respuesta virulenta de la niña al acoso: ¿podría la empatía ser la solución a ello? Contundentemente, la respuesta es “no” y aún más: la empatía es la causa del problema.
Si recordamos que el concepto de empatía supone la capacidad de mirar el mundo a través de una subjetividad ajena, es claro que alguien ya atisbó que la niña en cuestión sufre por su sobrepeso y el tener certeza de ello no mueve automáticamente a la piedad; de hecho, en la sociedad en que vivimos, el descubrimiento de esa circunstancia invita a muchos al sadismo. La empatía hizo posible mirar la intimidad de un semejante y ahora él está a merced de su observador: la empatía nos pone en una posición desde la cual podemos hacer mucho daño a mis semejantes.
Al ser también una herramienta de la seducción, la empatía puede ser una manera alevosa de construir relaciones asimétricas y de dependencia. No sería entonces complicado argumentar en contra del potencial perverso de la empatía y tal vez Leslie Jaimison tenía razón cuando la caracterizaba como el anzuelo del diablo.
Más allá, sin embargo, de satanizaciones, la empatía es probablemente el único camino para edificar una relación entre dos sujetos cuyas experiencias son absolutamente intransferibles; en ese sentido, la empatía es un factor decisivo en el proceso altamente complejo de la comunicación humana.
Parte del problema está justamente en que hemos trivializado a la propia comunicación y hemos perdido de vista que en ella participan dos consciencias en confrontación y que el encuentro humano se da siempre en circunstancias de miedo y de mutua desconfianza. La comunicación es un juego de fuerzas y su punto de partida es el engaño o al menos el ocultamiento.
Todavía quedan muchas cuestiones por plantear alrededor de este asunto y algunas de ellas se abordarán en la entrega final de esta serie.
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