Más allá de las maneras inoperantes de concebir la empatía y sus funciones, tendríamos que ver cuáles son sus alcances reales en un ámbito sociocultural en el que prevalecen el individualismo y la competencia por encima del sentido comunitario y la solidaridad.
Es, pues, importante advertir que la habilidad que podemos desarrollar para asomarnos a la intimidad de “el otro” no se constituye como un fin en sí mismo ni garantiza el que podamos movilizarnos en favor del bienestar emocional del sujeto con el que empatizamos.
Todo es discrecional al ponernos en los zapatos de “el otro”: podemos saber dónde le aprietan y de qué pie cojea y, a partir de allí, podemos también tomar el camino de la indiferencia, el de la saña o el de la compasión (curiosamente podríamos también advertir, con un poco de sentido común, que no es fácil transitar por un probable cuarto camino que sería el del auxilio cabal).
Y es que los actos empáticos no suceden en una especie de limbo sociocultural, dado que los encuentros humanos se dan en tiempos, espacios y circunstancias específicos que los condicionan y limitan; el ejercicio de la empatía en un contexto de lucha feroz por la supervivencia está marcado siempre por la confrontación, más allá de que, de alguna manera, el agente que ejercita la empatía lo hace desde una posición de poder (alguien es capaz de ponerse unos zapatos ajenos y de juzgar la experiencia de una entidad pasiva que sólo espera consideración para su circunstancia).
Tal vez si viviéramos en una sociedad solidaria y con alto sentido comunitario la empatía podría mínimamente cooperar con nuestro bienestar, pero en una sociedad que impulsa la competencia los actos empáticos tienen una enorme tendencia a la perversidad. La saña con que algunos se burlan de algún semejante deviene justamente de que los primeros saben perfectamente dónde están las llagas del segundo y ese conocimiento deviene de un acto empático.
Es claro entonces que la empatía no constituye un acto que necesariamente nos impulsa a buscar el bien de “el otro”; la apuesta que la posmodernidad ha hecho en favor de ella ha sido inútil: la empatía no nos redimirá ni salvará al mundo de ninguno de sus males y ella constituye una especie de entidad polivalente pues es un diagnóstico de primera mano (nuestros males se deben a la falta de empatía) y es también una especie de jarabe curalotodo con el que podemos quitarnos la tos, las reumas, las lombrices, el egoísmo y la migraña, aunque también es útil para desazolvar caños, evitar el salitre en las paredes, quitar las manchas de una camisa o impedir que los perros aúllen en las noches de luna llena.
Parece ser que sin empatía no podríamos preocuparnos por los indigentes, los desplazados, los marginados y por todos aquellos que han sido violados en su integridad humana; el planteamiento, sin embargo, puede ser tramposo a la luz de algunos enfoques éticos en los que se nos plantea que lo correcto o incorrecto de una acción humana debe apoyarse en buenas razones y no en las emociones del individuo. El malestar emocional que nos causa, por ejemplo, la discriminación, no es un buen argumento para condenarla pues no permite sustentar un juicio ético-moral sobre la misma (lo que sí se consigue mediante un ejercicio de racionalidad).
Entender cabalmente lo que nos sucede nos aleja de las soluciones simplistas que siempre agravan los problemas. Evitemos caer en el síndrome de la abuela que todo lo curaba con pomada de La Campana o en la extraña lógica del abuelo de una amiga de mis hijos que pensaba que aquello que producía un gran ardor en una herida era altamente eficaz para la curación de la misma y así se puso ácido muriático en una llaga y terminó con una pierna amputada.
Más allá de todo lo anterior, esbozo una duda razonable: ¿podemos realmente asomarnos a una consciencia ajena y “ver” en ella a un sujeto? (Fin de la serie).
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