Brotaron con las primeras lluvias, como lo hacen cada año; flores con pétalos de alas amarillas que bailan entre árboles acosados por calambres de concreto y cielos arañados por vanidades y oscuros deseos.
A ellas no les importa. El preticor es su brújula, e invaden sin invitación la ciudad, acariciando con su brisa amarilla incluso al indomable incendio del flamboyán. La irrupción de estas mariposas nos recuerda porqué amamos tanto a Mérida.
Y sí, amamos tanto a Mérida aunque nos quejemos de la tortura del tráfico y de la feroz especulación y de los gambusinos que sueñan con fortunas y de los ilusos que hipotecan su futuro por una utopía a quince minutos de la playa y de esa corte de sátiros que constantemente le quiere levantar la falda.
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Las mariposas que espantan esos moscardones, ese prozac amarillo, son de la familia anteos maerula y clorinde, y están de paso, como la belleza; la eternidad de un suspiro. Migran, como la mayoría de su especie; migran, como los hombres y las mujeres que se sorprenden con sus aleteos de oro.
A diferencia de la presumida monarca, no se conoce la ruta que recorren las mariposas amarillas. Nosotros, los meridanos, sólo sabemos que florecen con las lluvias de junio y julio. Lo sabemos desde que estamos en el vientre de nuestra madre, como ellas saben de dónde vienen y a dónde irán.
La mariposa amarilla que se posó en tus dedos cuando eras niño le heredó su esencia a la que ahora ves desde la ventana de tu casa; si todos estamos hechos de polvo de estrellas, ellas igual están formadas de suspiros y nostalgias.
Son como las certezas que se transmiten de padres a hijos, que provocan, por ejemplo, que los yucatecos que viven en otras ciudades sueñen con el pan de la mayuquita, o aseguren sin concesiones que Mérida es la mejor ciudad del mundo.
Pero lo dicen bajito, como quien fuera de estas fronteras le grita pelaná al cafre que le cierra el paso, sabiendo que sólo lo entienden él —o ella— y Dios. Porque Dios, claro, habla también maya, y es en esa lengua con la que se comunica con los animales y las plantas.
Hay pájaros de mal agüero, que anuncian, en las noches, desgracias. En contraste, la aparición de estas mariposas son las fanfarrias que ponen fin al calor infernal; son las trompetas de los ángeles que rompen las murallas del apocalipsis de la canícula.
La taquicardia de su paso por aquí, sin embargo, dura todo el año, ya que la marea con la que recalan se encarga de polinizar las flores de nuestro patio y campo. Las vemos sólo durante pocas horas, pero su presencia la disfrutamos los doce meses.
En el caos de una teoría, los aleteos de estas visitantes provocan, al otro lado del mundo, las primeras brisas de los monzones. Ellas son las que ejecutan los primeros, sutiles acordes de una sinfonía que, in crescendo, incluirá truenos y deslaves.
Y, aunque sintamos único el regalo de esta tribu perdida, en realidad son varias las regiones que lo reciben. Sin embargo, a diferencia de nosotros, no arriban con puntualidad cada año.
En Macondo, por ejemplo, estas flores amarillas sólo emprenden vuelo cuando las conjura Mauricio Babilonia, aprendiz de mecánica de los talleres de la compañía platanera.
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