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Foto: Fernando Eloy

Para analizar la violencia que en un período electoral tiene como consecuencia la muerte o la renuncia a permanecer en la contienda, es necesario distinguir, por principio, quiénes son las víctimas; en seguida, quiénes resultan beneficiados de la ausencia que quien ya no participe en los comicios; agreguemos el impacto mediático que reciban los hechos y, por último, la velocidad con que las autoridades resuelven las denuncias que se susciten en torno a estos.

La temporada electoral, de nueva cuenta, se ha puesto violenta al grado de llegar a homicidios, el más reciente el de Alfredo González Díaz, abanderado del Partido del Trabajo (PT) a la presidencia municipal de Atoyac de Álvarez, en Guerrero. 

Formalmente, las campañas a cargos de elección popular apenas han iniciado y esto sólo para los puestos federales, como la Presidencia, senadores y diputados. Falta todavía un mes para que entren en acción los candidatos a gobernadores, presidentes municipales y diputados locales. Los diversos tipos y grados de violencia, ejercida especialmente contra aspirantes a cargos locales, indica que hay una profunda crisis política en las comunidades más pequeñas orgánicamente.

La violencia política no es una novedad en las últimas décadas. El punto más álgido fue el asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta, hace ya casi 30 años. Desde entonces, los candidatos a la Presidencia del país pasan por diversos filtros de seguridad antes de cualquier acto público. Brindar protección a todos los candidatos a presidencias municipales y diputaciones locales, sin embargo, resulta poco menos que imposible.

En el pasado proceso electoral (2018), las cifras del Observatorio Nacional Ciudadano reconocieron 774 agresiones a candidatos. El organismo presentó entonces el estudio Delitos electorales, incidencia y evolución más allá de los partidos políticos, en el cual advirtió de los riesgos de normalizar la compra o el condicionamiento de los votos, o los asesinatos de los candidatos por su género y filiación partidista.

 

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Las cifras de 2018 indicaron que ese año había tenido lugar el proceso electoral más violento en la historia de México. Tres años después, en elecciones intermedias, el número de casos llegó a mil 66, con 32 asesinatos. Toda acción que lleve a la reducción de estas cifras será recibida como parte de una política de reconstrucción del tejido social, pero esto se verá en los números totales, después de la celebración de los comicios el 2 de junio.

La atención a la violencia electoral debe ser una obligación irrenunciable del Estado. No se trata de una oposición “buscando enrarecer” el ambiente. Éste ya lo está y periódicamente entra en crisis. Mientras, las víctimas pertenecen a todos los partidos, y se trata de personas de carne y hueso, con familias, y son líderes de comunidades. Normalizar que los candidatos pueden y deben pedir protección en caso de sentirse amenazados es minimizar la violencia. También, poner un aparato de vigilancia a cada uno de los solicitantes es un absurdo -así lo diga el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos -que implica un enorme despliegue de fuerzas del orden, que dejarían de atender otras de sus funciones.

Llamar a fortalecer el aparato de protección a candidatos sería lo mismo que renunciar a la obligación de combatir la violencia política, así como reconocer que ésta es un ingrediente indispensable en las elecciones. Normalizar la violencia es el primer paso hacia la desincentivación de la participación ciudadana. El votante promedio bien podrá preguntarse si vale la pena ir a las urnas, sabiendo que ninguno de los candidatos es libre para representarlo, por culpa de quienes se benefician del ambiente enrarecido.

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Edición: Estefanía Cardeña


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