Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
14/05/2025 | Mérida, Yucatán
Pepe no creía en el cielo. ”Este cacho que estamos arriba del planeta es el paraíso y el infierno, todo junto. Venimos de la nada y vamos a la nada”. Y nada más. ”Ojalá me equivoque”, dijo antes de morir.
La aventura de las moléculas de Pepe abarcan varias vidas, y muertes. Hasta que llegó la definitiva, el martes. Él sabía bien de lo que hablaba, pues ya conocía el infierno.
Durante más de una década estuvo encerrado en un hoyo: sin luz, sin libros, sin esperanza. Ahí, donde no habitaba la lucidez, se refugió en la memoria y aprendió el lenguaje secreto de las hormigas.
”Si te acercas lo suficiente, puedes escucharlas gritar”, aseguraba mientras se rascaba las cicatrices de la locura de ese encierro. Además de hablar hormigo, Pepe aprendió a amaestrar ranitas.
El único objeto que lo anclaba a la humanidad era una bacinica que le llevó su madre —durante los primeros años de ese cautiverio, tenía que hacer sus necesidades en el piso de su celda.
Al ser liberado, Pepe salió con la bacinica convertida en maceta, con dos orgullosas margaritas que, como él, sentían por primera vez la caricia de la brisa; los tres miraron hacia arriba, como girasoles.
Al huir de esa oscuridad, Pepe se refugió en el abrazo del campo, en los brazos de Lucía; hasta ahí no llegó el rencor. Bailó al ritmo que marcaban las estaciones. Un día en ese cielo, llegó Manuela.
Era hija de Dunga, y de un padre cuyo recuerdo se evaporó rápidamente. Pepe la adoptó y fueron inseparables durante los veintidós años que estuvieron juntos. Manuela perdió una pata, pero poco le importó; le bastaban tres.
En los campos de Rincón del Cerro aún hay partes en las que se pueden ver las pisadas cansadas de los pies de Pepe y el alboroto de las patas de Manuela, orbitando a ese astro tranquilo.
Manuela esperaba con paciencia Pepe, quien llegaba a bordo de su destartalado escarabajo celeste. Ella identificaba el ronroneo de lata a kilómetros; la velocidad de su cola era proporcional a la cercanía. Con esa bienvenida, Pepe concluía las jornadas.
Para una perra veintidós años es una eternidad, pero Pepe —ni nadie— pudo prepararse para la devastación de su ausencia. Cuando murió Manuela, Pepe renunció a su último trabajo, en el senado de Uruguay.
Con la certeza que no hay cielo, Pepe pidió que, cuando muriera, sus cenizas fueran esparcidas bajo el mismo árbol en donde yacen las de Manuela. Faltarán, creo, los funerales públicos, pero Manuela ya comenzó a menear la cola ante la cercanía de Pepe.
Edición: Fernando Sierra