Zulai Marcela Fuentes
Dice Paul Ricoeur que la función principal del acto de memoria es la de arrancar algunas migajas de recuerdo a la rapacidad del tiempo. De ahí el imperativo de salvar esos recuerdos para el porvenir. Por ello quisiera plantear aquí que al haber quedado inconclusa la obra política y social de Felipe Carrillo Puerto cuando lo asesinaron, el final de su historia ha quedado abierto, por decirlo de algún modo. Es así como se ha ido tejiendo, por tanto, una historia subyacente, periférica, superficial o tangencial de su vida y su accionar en esta tierra, que abarca no solo los campos de la historia y la etnohistoria, por tratarse de historia de pueblos originarios y el folklor de un pueblo, sino que se extiende a la literatura, las artes visuales, escénicas, el cine y la música. Es así como se ha formado el mito del héroe y del mártir en el imaginario tanto culto como popular. Debemos recordar que la memoria depende fundamentalmente del mito, porque es ahí, en la memoria, donde se forman las configuraciones de los mitos y leyendas. En el caso de los escritores, la memoria es el escenario interno en el que vuela la imaginación, surgen ideas nuevas, formas individualizadas de concebir un fenómeno histórico, social y cultural. De ahí que la memoria transforma el pasado y lo convierte en impulso hacia el futuro. De aquí se desprende que la memoria es la clave de la creatividad a partir de la cual se escribe y se narra, se poetiza y se producen lienzos, frescos, murales, viñetas, música y cualquier forma de creación artística.
El sicoanalista estadunidense Rollo May nos conmina a pensar que somos cautivos de la vida que uno ha escogido recordar. Desde luego que esto a algunos nos parecerá una revelación a veces difícil de comprender a cabalidad, a pesar de que se trata en apariencia de un lugar común como el que nos lleva a repetir y comprobar hasta el cansancio que recordar es vivir. Sin embargo, el lugar deja de ser común si pensamos que recordar es volver a sentir, recordar es crear y recordando es como yo decido el destino que imagino a partir de mis vivencias, experiencias, dichas o calamidades. Por eso es que el pasado es el punto de partida hacia el futuro.
Thomas Carlyle nos recuerda que la historia de los héroes es el alma de la historia del mundo entero. Bajo esta óptica de trascendencia podemos situar el experimento político del socialismo de Yucatán como un acontecer sui géneris que se extendió más allá de sus fronteras. Por eso, el filósofo argentino José Ingenieros, que sostuvo una amistad epistolar con Felipe, hablaba de él como el primer apóstol del socialismo no sólo en Yucatán, o en México, sino en América Latina. Traigo a la escena a Ingenieros, porque en Motul, en la casa museo de los Carrillo Puerto existen placas esculpidas en piedra con algunas frases conmemorativas, extraídas de un texto que dedicó a su amigo epistolar tras enterarse de su muerte:
“Quiero señalar a la nueva generación de la América Latina esta figura de precursor humilde, más digna de recuerdo continental que muchos políticos cuya personalidad se encumbra sobre la tiranía política, la guerra civil o la injusticia social”.
La sacralización de Felipe Santiago Carrillo Puerto surge a partir de que se le considera un mártir por haber muerto injustamente como mueren los santos en el martirio y el sufrimiento. No por haber sido místicos y puros, sino por haber pasado por un proceso iniciático hasta convertirse en un modelo arquetípico en sus luchas triunfales contra las fuerzas del mal que, en este caso, Carrillo combatía: la situación de vasallaje de los indios de Yucatán del que fue testigo desde muy joven y como lo describió John Kenneth Turner en México Bárbaro.
No quisiera dejar de mencionar las valiosísimas aportaciones del libro de Francisco Paoli y Enrique Montalvo, El socialismo olvidado de Yucatán (1977), puesto que junto con La tierra enrojecida de Magaña, conformaron mi propio imaginario a partir de sendas lecturas. Un concepto importante que dichos autores manejan en el rechazo a la idea de considerar a Carrillo Puerto como un caudillo revolucionario más, porque al morir no murieron con él sus ideales ni sus propósitos ni sus obras. Aparte de todas las aportaciones vigentes de grandes instituciones como la universidad estatal, el Partido Socialista del Sureste no murió con su líder a pesar de las escisiones y trifulcas al interior de las Ligas de Resistencia y los gobiernos estatales que le sucedieron.
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En el libro Felipe Carrillo Puerto en la memoria (Secretaría de Educación del Gobierno de Yucatán, 2014) el primer texto da cuenta de una lucha feroz en el poblado de Opichén que provocó una masacre en 1933, de campesinos sublevados y seguidores de la ideología socialista; es decir, nueve años después del asesinato del gobernador, tres de sus hermanos y los miembros de su gabinete. Dicha masacre se inscribe en la serie de purgas electorales que azotaban el estado desde 1919, año de otra matanza de campesinos del poblado de Muna. Vemos así que el germen de la rebelión no empieza ni acaba con Felipe Carrillo Puerto.
La novela de Antonio Magaña Esquivel, La tierra enrojecida, es la primera tentativa literaria en abordar la figura de Felipe Carrillo Puerto. Esta obra obtuvo el Premio Nacional de Novela 1951 Ciudad de México, publicada por la casa Porrúa y Obregón; y contiene un fragmento de la carta que Alfonso Reyes le dirige al autor después de la lectura del manuscrito:
“Pinta una figura histórica central, la envuelve en su verdadero ambiente, la sitúa con buen enfoque en su época, y suple aquí y allá con la imaginación algunos hitos del relato, tanto para suplir el silencio de los documentos como por buena economía del relato (…) Los episodios, cargados de realidad mexicana (…) El resultado es un cuadro heroico y un doloroso aleccionamiento(…) Así como la leyenda recoge lo que, no pudiendo todavía o no pudiendo ya ser historia, corresponde sin embargo al precipitado que los hechos dejan en la conciencia, y representan aquella verdad poética que, según el filósofo antiguo, es, en último análisis, más verdadera que la verdad histórica (…) la novela puede legítimamente desempeñar una función semejante, en cuanto viene a ser la leyenda de los tiempos modernos”.
La imagen de Felipe Carrillo Puerto que se nos presenta en La tierra enrojecida es contundente: se trataba de un hombre asertivo, “el más alto de todos ―lo describe Magaña―, un hombre de firme andar pausado con personalidad magnética y carismática que denotaba gran fortaleza”. Nos dice también que tenía alrededor de cincuenta años cuando asumió la gubernatura. “Tez blanca, rasgos fuertes en el rostro de líneas extrañas que le daban un aire de ironía”. El narrador de esta novela habla de sus ojos tan peculiares y de esa “luz verde, ancha y profunda, imperativa y vigorosa”. Cabe decir de paso que a Alma Reed, Felipe le parecía una especie de dios griego, como relata ella misma en sus memorias. Y continúa el narrador: “Su boca era arqueada, de altivos relieves, la cabellera espesa con un mechón ondulado sobre la frente amplia, alta, limpia que dibujaba con precisión sus entradas; el mentón poco agudo, las mejillas carnosas, la nariz recta y larga”. Alfonso Reyes al encomiar su novela tras haber sido premiada, aconsejó a Magaña omitir tanta descripción. Le recomienda que mejor sería concentrarse en atributos humanos como su sonrisa jovial, su gran estatura física y moral, su esbeltez, la actitud de seguridad al estar acostumbrado a tener auditorio, gracias al tono grave y cordial de su voz. Sin embargo, lo que lo volvía portentoso, más que otra cosa, era su dominio de la lengua maya, articulada con fluidez absoluta que “solo da la raza que se trae en la sangre”, y a esto yo añado que solo da la convivencia directa y estrecha con el indio campesino en sus labores agrícolas; no la lengua entreverada con el español yucateco de los indios ladinos que vivían en las ciudades ―como señalan Paoli y Montalvo.
Y, en efecto, la novela conmueve profundamente porque narra, como lo hizo Fernando Benítez en su obra El rey viejo, los últimos días de Carranza a través de la sierra poblana y su trágico fin en Tlaxcalantongo, al igual que Carrillo y sus compañeros tienen que salir huyendo de Yucatán hacia la costa de Quintana Roo para llegar a Cuba. La tierra enrojecida trata de los últimos días de Felipe Carrillo, su anábasis a través de la selva de Yucatán hasta culminar con su asesinato. De la novela de Antonio Magaña Esquivel se podría decir –como lo señaló espléndidamente José Emilio Pacheco de la novela de Fernando Benítez― que “todo su fondo es un llamado a la honradez, al valor que se alza contra la gran mentira que sostiene nuestra vida política” (José Emilio Pacheco, 1959).
Entre los rasgos morales que se manifiestan en la narración de Magaña se perfilan asimismo aquellos que facilitaron su caída. Por ejemplo, su exceso de confianza, porque no sospecha de la insinceridad de sus traidores; su incredulidad en cuanto a la gravedad del peligro de muerte que corren él y sus compañeros. No piensa que los maten, sino que a lo sumo los encarcelarán. “Qué inocentes son los hombres honrados”, dice un personaje del guion cinematográfico de Emilio Carballido, El Tigre Rojo. El ambiente que presenta Magaña recuerda el paisaje de Septiembre ardiente de William Faulkner cuando habla de la sangre que tiñe el cielo de rojo por el sol crepuscular como augurio fatal, y luego tiñe la tierra…”nubes azul-morado que en el horizonte se convertiría en rojo encendido”.
Este manejo de imágenes cristológicas ―nombrar al prócer como el Cristo Rojo, o Apóstol de los mayas― lo comparten todas las obras conocidas: la obra de teatro de Marcela del Río, Carrillo Puerto: una flor para tu sueño, y El Tigre Rojo de Emilio Carballido. Y es interesante señalar el sincretismo de estas imágenes cristológicas con apelativos de dragón y tigre para aludir el sacrificio que lo lleva al martirio tras su captura y fusilamiento. Esta imagen de víctima propiciatoria se deriva, como decimos, del holocausto, pues el pastor del rebaño no quiere sangre derramada por causa de su defensa y la de sus colaboradores. Él no quiere derramar sangre maya inocente, por eso opta por huir y no por quedarse a enfrentar las tropas golpistas. Aun cuando se le trata de hacer ver que la cantidad de campesinos y defensores de las Ligas de Resistencia era muy elevada, él insiste en que no tienen armas que no sean sus machetes, sus hachas, sus palos y sus escopetas de caza contra las metralletas y toda la artillería pesada de los militares. Aquí está su derrota segura. Pero nunca en la dimensión de una traición de esa magnitud y, sobre todo, el ridículo simulacro de juicio sumario que se realiza como burdo protocolo falso para proceder en la madrugada del día 3 de enero a disparar contra los 13 socialistas de Yucatán en un muro del cementerio municipal.
No es el momento ni el espacio para analizar las demás obras que integran este trabajo, es decir, el espléndido guion cinematográfico de Emilio Carballido. Pero no se puede omitir mencionar aquí el contraste radical del tono y el colorido de esta obra que pinta al general Alvarado como un pícaro discreto y enamorado y a un Felipe hedonista que lo muestra a él y a sus hermanos de juerga con las falenas nadando desnudos en el cenote de Motul, a oscuras e iluminados con antorchas junto con el poeta Luis Rosado Vega y el músico Ricardo Palmerín. Carballido nos ofrece un Carrillo Puerto joven, vital, en ascenso, de buen humor pero prudente y buen estratega, cuya cercanía con el bardo y el trovador lo convierten a él también en un bohemio idealista y soñador. Es mucho, mucho lo que falta por decir. Solo quisiera puntualizar que este bosquejo pretende ser solo un pequeño arranque, un tímido acercamiento hacia el estudio profundo de la imagen literaria del Dragón de los ojos de jade, que parte de hechos históricos pero que plantea hacia el futuro la novedad de sus interpretaciones. El ejercicio sistemático de todos los géneros no solo literarios, sino la producción abundante de representaciones pictóricas, más allá de los murales de Diego en la SEP y en Palacio Nacional, de Orozco en la New School for Social Research de Nueva York del notable estadista, apóstol de los mayas, mártir socialista, Cristo Rojo del Mayab, Tigre con ojos de jade, entrañabilísimo e inolvidable Felipe Carrillo Puerto, quien realmente no debió de morir, al menos no así como lo mataron.
Lee completo el especial de La Jornada Maya Entre la historia y el mito, sobre Felipe Carrillo Puerto
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