Opinión
José Díaz Cervera
31/07/2024 | Mérida, Yucatán
A finales de la primera década del siglo XX, el belga Maurice Maeterlinck escribió una pieza teatral que fue uno de los pilares del teatro simbolista: “El pájaro azul”; la obra juega con dos referencias interesantes que para el autor son los componentes fundamentales de la experiencia: la inocencia y el tiempo; el mismo título había sido utilizado antes por Rubén Darío para uno de los cuentos más dramáticos de Azul…, obra publicada en 1888. Hacia 1929, un joven yucateco (Manuel Díaz Massa) escribe unos versos que musicalizó Pepe Domínguez en ritmo de clave-bolero, no sólo con el mismo título de la obra de Maeterlinck y del cuento de Darío, sino con paralelismos simbólicos que nos hablan de la manera en que el poeta yucateco dialogaba con su tiempo.
No puedo documentar que Díaz Massa haya leído a Maeterlinck (tal vez sí a Darío), y quizá tampoco sea relevante el hecho; lo interesante está en la coincidencia de miradas que se condensan en un mismo título que, además, apunta a circunstancias similares. Un pájaro azul, que simboliza la memoria y el olvido, sintetiza imaginativamente una perspectiva de lo humano y no sólo una situación individual; el símbolo del pájaro azul desborda las emociones del sujeto y proyecta su circunstancia vital: en los tres casos, el pájaro azul es el ansia irresoluble de una libertad que siempre se escapa de nosotros.
Vayamos sin más rodeos a los versos del yucateco.
La pieza inicia con una afirmación categórica: “Tengo un pájaro azul dentro del alma…”. Con un limpio endecasílabo, Díaz Massa se establece en los territorios del lenguaje figurado. El pájaro azul que los personajes de la obra de Maeterlinck llevaban en el corazón y que Garcín, el protagonista del cuento de Darío, tenía prisionero dentro de su cabeza (y que para liberarlo no encuentra más remedio que darse un tiro en la sien), el poeta yucateco lo lleva en el reducto mismo de su vitalidad (eso que en la filosofía y la teología se denomina con el término de “alma”).
Como quiera, la presencia del ave no es del todo grata para el yucateco. Antes bien, es una presencia incómoda (es “un pájaro que canta y que solloza”), aunque a veces también sea —bajo ciertas circunstancias probablemente inusuales (en “noches de infinita calma”)— “como una esperanza milagrosa”.
De manera sintética, el autor propone: “Ese pájaro azul es el cariño / que yo siento por ti…”, sin embargo, esa emoción sublime se transforma en dolor por efecto del tiempo, dato que no puede pasar de largo a nuestra sensibilidad y a través del cual la madurez supone la pérdida de la inocencia.
Cuando extraviamos la dimensión histórico-social que demarca la vida de individuos concretos y de conglomerados humanos específicos, se genera una especie de miopía donde nos diluimos en lo anecdótico y lo biográfico (algo que es muy común en los trabajos monográficos sobre la trova yucateca). Mas cuando contextualizamos un producto cultural, aparecen cuestiones de enorme relevancia.
El pájaro azul se escribe en el período de entreguerras, un tiempo marcado por el horror, la incertidumbre, el individualismo, los nacionalismos y el miedo: tiempo anti-humanista y de gestación del fascismo; tiempo de crisis y de sinsentido; tiempo de decadencia generalizada: ¿era Yucatán una isla ajena a todo ello? El discurso conservador nos ha hecho creer que sí, pero el arte y la producción artística de la época (finales de los años 20 y hasta el primer tercio de los años 40), parecen indicar otra cosa.
El símbolo del pájaro azul es uno de las más conmovedores que haya acuñado la literatura universal: el color azul es una metáfora muy puntual de las ensoñaciones (el cielo y el mar no son azules, pero aparecen así por un efecto óptico potenciado por nuestra imaginación); asimismo, el motivo del ave supone una contradicción de alto nivel dramático: el canto más hermoso de un pájaro refiere su circunstancia de encarcelamiento doloroso; su acto de mayor trascendencia lo ejecuta cuando emprende el vuelo. Belleza o libertad: la disyuntiva es dramática, tal y como era el mundo que generó esa disyuntiva (un mundo que no se reponía aún del horror de la muerte y la destrucción de la Gran Guerra y que vivía bajo la amenaza de una nueva conflagración).
Bachelard decía que una metáfora le cuesta tanto a la humanidad como un nuevo carácter a una planta. Díaz Massa utilizó un símbolo de su tiempo y confrontó a éste con su circunstancia personal: “Ese pájaro azul es el cariño / que yo siento por ti, mas no te asombres;/ fue mi anhelo más grande cuando niño / y hoy se ha vuelto dolor ya que soy hombre…”.
El fruto magno de un gran poema es el silencio y por eso termino aquí (un poco intempestivamente) estas aproximaciones. De nueva cuenta me sitúo, por la magia de las palabras, en esa nada que escurre de la música más pura del silencio.
Lea, del mismo especial:
Edición: Fernando Sierra