Opinión
José Díaz Cervera
20/01/2025 | Mérida, Yucatán
Hago constar que en mi entrega anterior cometí el error de referir que Peregrina fue escrita en 1922, cuando esto no fue así; de cualquier manera, el planteamiento básico del texto no se altera.
Haciendo entonces un balance provisional, la defensa de la trova yucateca supone una batalla cultural en dos frentes, lo que implica un trabajo arduo para combatir los problemas endógenos y otro para hacerle frente a nuestra necesidad de desarrollar una relación dialógica con nuestro entorno.
En el primer caso, el asunto se centra en edificar una sólida cultura literaria entre los compositores, dotándolos de las herramientas expresivas necesarias, así como de las metodologías de trabajo que les permitan ejercitar su oficio con altos niveles de calidad; paralelamente, hay que fortalecer el trabajo armónico para que se enriquezca la factura musical de los productos.
El caso de la relación dialógica con el entorno es más complejo porque implica una transformación paulatina de nuestra interacción con el mundo y con el tiempo que nos ha tocado vivir, y ello supone confrontarnos con nuestro conservadurismo, con el regionalismo que nos caracteriza y con nuestra desconfianza hacia todo lo que nos es extraño o ajeno. Como quiera, no hay que perder de vista que la propia trova se alimentó de influencias que vinieron de fuera.
En el diagnóstico, el problema principal de la Trova yucateca parece estar en el debilitamiento constante de su factura literaria, algo que deriva de que nuestros compositores han dejado de lado el hábito de la lectura y carecen de los rudimentos básicos de la técnica de versificación. El asunto, sin embargo, tiene otras aristas, pues al dejar de leer no sólo hemos desertificado nuestras capacidades poéticas, sino también hemos perdido contacto con el mundo en que vivimos, como si en cincuenta o sesenta años no hubiese pasado nada a nuestro alrededor: al cambiar el mundo, cambia la condición humana y se transforman las maneras en que referimos ambas circunstancias.
Necesitamos, entonces, formar lectores de poesía entre nuestros trovadores; necesitamos que ellos reconozcan cómo se ha diversificado el discurso amoroso y que sus referencias del mismo no provengan únicamente de la canción de consumo, sobre todo ahora que —por efecto de las plataformas digitales— los artistas disponen de una mayor autonomía creativa y pueden llegar a muchos más públicos de los que les permitían los medios tradicionales. Paralelamente, debemos abrir el espectro temático de la canción yucateca a otros asuntos como la crítica social, la inconformidad, el amor filial, la ecología, etc.
No hemos dialogado tampoco con las culturas de nuestro entorno; hemos aceptado sin más los corridos tumbados, la peor música del norte del país y toda la estética que nos impuso el crimen organizado (“Mi orgullo es que yo no lo sé rogar: ¡que chingue a su madre…!”) sin ofrecer ninguna resistencia, sin otro recurso que repetir los tópicos y las perspectivas del mundo que teníamos hace 40 años o aceptar lo que en la radio se oferta. Como no aprendimos a dialogar, no tenemos capacidad de respuesta, más allá de que la cultura de consumo ofrece muy poco espacio para la interacción que no sea la de un emisor que opera desde el poder y la de un receptor pasivo y sin alternativas.
No sólo tenemos entonces que aprender a dialogar, sino también desarrollar capacidad para encontrar con quién, en qué circunstancias y desde qué perspectivas, y ello implica poner nuestra atención en otras regiones de lo real, lo cual requiere un cultivo cuidadoso, esmerado y disciplinado de nuestra sensibilidad lo que, en el caso de la composición de un tema musical, supone el desarrollo de una mínima consciencia de lo que implica hacer un verso o tocar un acorde.
La pregunta es muy sencilla: ¿qué hacemos cuándo componemos una canción?
Las respuestas posibles son dos: expresar los sentimientos del autor o intentar compartir la manera única y casi intransferible en que un ser humano mira el mundo. En el primer caso el producto se constituye en una especie de cañería emocional; en el segundo, se busca que las palabras logren el milagro de reproducir en una imaginación ajena lo que aconteció en la imaginación propia.
Sólo cuando adquirimos consciencia de que buscamos un milagro, podemos entender qué es lo que hacemos cuando escribimos un verso y por eso debemos conocer todos los recursos que tenemos a nuestro alcance para intentarlo. El primer paso para salir de esta crisis supone entonces preparar escritores de canciones que posean una buena cultura literaria (lo que implica formarlos como lectores); el proceso apela también al desarrollo de un conocimiento sólido de la técnica de versificación y de la gama de recursos expresivos que se tienen a disposición; asimismo es necesario que los autores dispongan de metodologías de trabajo para pulir sus productos, y para ello es fundamental la buena factura gramatical, el desarrollo de un amplio espectro semántico y una buena ingeniería textual que permita una adecuada planificación de los versos determinando, por ejemplo, si es conveniente usar rimas consonantes o asonantes, o si a partir de los primeros esbozos se dispone de una cantidad suficiente y rica de rimas para darle forma al trabajo (es común ver trabajos que comienzan con rimas consonantes, continúan con asonantes y terminan olvidándose de rimar y ello habla de una mala proyección del texto, tal y como sucede también cuando se usa un ripio para lograr el efecto de rima.
Tenemos muchos compromisos con la Trova yucateca. El camino es largo, pero el primer paso consiste en formar letristas y ello comienza formando buenos lectores de poesía; si lo logramos (más allá de las voluntades individuales), el asunto tendrá futuro.
Muy pronto lo sabremos.
Edición: Fernando Sierra