Resulta sencillo pensar que el hecho de crecer en una de las colonias más antiguas de Mérida podría ser monótono para las infancias de principios de los años 90, pero en realidad, las calles de la colonia Alemán -al igual que las de muchos otros barrios de la capital yucateca- siempre estuvieron pobladas de niñas y niños ávidos de participar en los juegos de la época.
Pese a figurar en el imaginario colectivo como una zona de veteranos, a los niños y las niñas de la Alemán nunca nos faltó con quien jugar. Era -y seguro sigue siendo- práctica común que las labores obligaran a los padres y las madres a encomendar a sus vástagos en casa de los abuelos, quienes en muchas ocasiones se encargaban de ir a buscarlos a la escuela.
Luego del almuerzo reglamentario, casi siempre a regañadientes, la calle 31a se transformaba a cuentagotas en un patio de juegos. Los más grandes iban a parque, por supuesto, pero a la mayoría no nos dejaban cruzar la avenida a razón de nuestra corta edad.
Eran -y siguen siendo- tiempos en los que todos los vecinos nos conocíamos y llamábamos por nuestro nombre. Las abuelas se juntaban por las noches a tomar café en alguna casa y rogábamos porque nos llevaran a fin de continuar con los juegos de la tarde; y claro, degustar algunas de los deliciosos postres que las acompañaban en esas tertulias.
Tras jugar futbol, pesca pesca, busca busca, stop, y otras peculiaridades que teníamos a bien inventar, era en esos encuentros que nos enterábamos de los chismes de la colonia de voz de las matriarcas. Relatos que en más de una ocasión se mencionaron por accidente en alguna sobremesa familiar sabatina enrojeciendo las mejillas de las y los presentes.
Sentados en la banqueta de la calle 31a discutíamos por igual los episodios vespertinos de Dragon Ball Z, Súper Campeones y Caballeros del Zodiaco; así como las novelas a las que nos “enganchamos” mientras observábamos a nuestras abuelas tejer un nuevo mantel para obsequiarle a la vecina.
Pedro Pablo, el niño rico de la colonia fue el primero en hacerse de un Super Nintendo y su vivienda no tardó en convertirse en centro de reunión. Todas y todos queríamos probar nuestras habilidades en aquella novedad. A diferencia de los teléfonos celulares, incluso ese nuevo aparato propiciaba la convivencia, mientras su madre nos preparaba limonada con hielo.
Creo que fuimos pocos los que nos dimos cuenta del momento exacto en el que dejamos de salir a las calles, del lugar en el tiempo en el que nuestras bicicletas dejaron de surcar las mismas arterias para buscar nuevos horizontes más allá de la avenida 24. A veces nos encontrábamos en el parque y nos saludábamos con cordialidad, pero cada vez era menos frecuente.
En cada barrio, la vida es un constante ir y venir de gente; y pese a los caminos que se tomen, los amigos de la infancia siempre ocuparán un lugar especial en la vida de quienes los recordamos con cariño. No importa que las calles ahora sólo guarden el sonido de los autos de los que tanto nos cuidaban, los ecos de nuestras risas seguirán presentes, por lo menos, en la memoria.
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