Tengo más de 30 años, pero al mirar por mi ventana, todavía me veo jugando futbol en la calle de mi colonia, o palitos chinos. Imágenes que vienen a mi mente, momentos felices que atesoro, que no van a regresar pero que guardo en la mente y corazón, y que vienen de vez en cuando para recordarme que mi infancia fue chingona.
Sin temor a equivocarme, quienes nacimos en la década de los 90 tuvimos la mejor infancia. A veces miro con nostalgia esos años donde mi único apuro era tener que terminar mi tarea a tiempo para poder salir a la calle a jugar, o ver Dragon Ball Z en el canal 5 a las 8 de la noche. No había celulares inteligentes, tabletas o redes sociales. Las calles eran nuestras, sólo nos bastaba unas piedras o “zacate” para tener unas porterías, el campo: la calle 33 de Polígono 108.
No había parques con grandes juegos, las canchas no tenían ni porterías, ni aros de basquetbol, pero eso era suficiente para inventar un sinfín de juegos. Podíamos jugar palitos chinos, patea la bola, kickingball, pesca pesca, 18, andar en bicicleta o en patines por toda la colonia. Terminábamos la noche sucios y con varias heridas en el cuerpo, pero valía la pena. O simplemente platicar en la banqueta hasta altas horas de la noche sobre nuestras caricaturas favoritas, historias de terror o de la chica o chico que nos gustaba.
Aún escucho los gritos de mi mamá. “Métete a la casa chiquito, ya es tarde, mañana hay clases”.
Cada temporada llegaban otros juegos: el trompo, las canicas o el yoyo. Había que juntar dinero para poder comprarse el más nuevo, el que vendía doña Lupe en la tienda de la esquina, quien, con su mala cara, y mal humor nos despechaba. No entendí porque era tan “mala”. Años después, supe que estaba luchando contra el cáncer.
Los de los 90 sabrán que también era todo un rito ir por las tortillas o la coca y usar el cambio para las máquinas, cuantos pesitos gaste para poder derrotar a Rugal en King of Fighter. A veces regresaba a casa sin el mandado, aún tengo las cicatrices de esos olvidos.
Todo eso ha cambiado, con tristeza los parques se han quedado vacías, sólo unos cuantos niños o niñas van a jugar, las calles se han llenado de automóviles que hacen imposible usarla como cancha de juegos. Las nuevas tecnologías se han apoderada de la atención de las y los niños. Ojalá supieran de lo que se han perdido. Extraño ser ese niño que soñaba con ser jugador de fútbol.
Ahora, a casi media noche, acomodo mis cosas y termino pendientes para mi jornada laboral de mañana. En mis sueños, posiblemente regrese a esa casa rosada de la calle 33 y a disfrutar de nuevo, como si no huera un mañana.
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Edición: Ana Ordaz
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