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Adiós mamá, buen viaje

Nadie nos enseña a dejar ir, a amar desde la distancia, desde la ausencia
Foto: Rosario Ruiz

Especial: Abanico de maternidades

“Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando. Su boca que era mía ya no me besa más…”, ese tango de Gardel fue el que escuché tras entregar el cuerpo de mi madre a la funeraria. Uno de sus favoritos. Fue el sello de una larga agonía, de un hijo que se aferra a mantener con vida a lo que más ama, pero que al final debe dejarlo ir. Esa noche había luna llena.

Desde niños nos enseñan que nuestros afectos nos pertenecen; “lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad”, decía Alberto Cortez, otro de los artistas favoritos de mi mamá, en una de sus canciones. Pero nadie nos enseña a dejar ir, a amar desde la distancia, desde la ausencia. A continuar viviendo aunque nos falte una parte del corazón.

Mis padres (ambos) eran amantes del tango y la balada romántica, también la trova. Mis recuerdos de infancia pasan por verlos poner aquellos enormes discos de acetato en una máquina que con los años fue quedando obsoleta. Leo Dan, Julio Iglesias, Agustín Lara, Toña La Negra y el infaltable Gardel… Mi madre era música y si cierro los ojos aún puedo verla bailando en nuestra sala en Veracruz, algunas veces sola y otras con su “compañero”, como llamaba a mi padre, antes de que decidieran que Quintana Roo sería nuestro próximo hogar.

Salvo por contadas excepciones, como la comida o su reproductor de acetatos, nunca la escuché quejarse de su nueva vida. Al contrario, pronto incorporó la cochinita pibil en su dieta dominical y aprendió a preparar el pescado tikinxic. Se preocupó porque sus “niñas”, como nos decía a mi hermana y a mí, nos educáramos; era de las que siempre preguntaba si habías hecho la tarea -aunque no entendiera del todo lo que pedía el profesor- y de las que esperaba asomada en la ventana hasta que toda la familia estuviese en casa para dormirse. Nunca faltó a un festival de la escuela; se convertía en costurera, coreógrafa, maquillista y hasta chef para que todo saliera a la perfección.

Mi madre, a su modo, fue una revolucionaria: pese al rechazo de su familia, que se ufanaba de su ascendencia francesa, se casó con un hombre de raza negra en una época donde el racismo iniciaba en casa y los abuelos se escandalizaban porque sus nietos salieran “morenitos”; no dejó de trabajar pese a la insistencia en que se convirtiera en madre de tiempo completo y siempre nos instaba a desempeñarnos en lo que nos gustara, porque, repetía, las mujeres podemos hacer todo lo que nos propongamos. Y tal vez ahora suene muy obvio, pero en los años 90 decirle a una niña que tenía las mismas posibilidades que un varón era muy importante para su crecimiento.

Sus ojos se iluminaban siempre cuando mi padre le cantaba “cuando llegues mi amor te diré tantas cosas o quizás simplemente te regale una rosa”, de Leonardo Favio. Con el paso de los años su música favorita migró del acetato al CD y luego descubrió que podía escucharla de una plataforma llamada Youtube y nos pidió que la enseñáramos a usar la computadora… y aprendió. Celebró sus 70 años abriendo una cuenta de Facebook que tenía un gran total de 27 amigos.

Conforme mi madre envejecía los papeles se fueron invirtiendo y me tocó a mí ser mamá, enfermera, chofer y lo que se requiriera, lo cual hice con mucho gusto. Un día que nunca olvidaré fue una visita al médico por una molestia que parecía rutinaria y culminó con el diagnóstico de un cáncer ante el cual ya había muy poco por hacer… sus hijas estuvimos allí cada análisis, cada quimio, cada inyección; hicimos lo que médicamente era posible para salvarla, pero por más fuerte que apreté su mano la vida de mi mami se me escurrió entre los dedos.

Quedar huérfano es muy difícil. Todos te dicen que seas fuerte, pero ¿cómo serlo cuando la persona que era tu fortaleza se ha ido? Necesitamos aprender a amar desde el desapego, entendiendo que a veces la felicidad de nuestro ser amado no está a nuestro lado. Que los padres, al igual que los hijos, que la vida, son prestados y es mejor que trasciendan con la tranquilidad de que ya no sufrirán dolor a aferrarnos a ellos.

Más allá del dolor de la pérdida está el agradecimiento: gracias madre por haberme dado vida, por ser mi incondicional compañera en este viaje, en este plano, por coincidir. Su ausencia motivó muchos cambios en mí, algunos de los cuales aún sigo trabajando. Parafraseando una más de sus canciones favoritas, de Mercedes Sosa: “cambia el clima con los años, cambia el pastor su rebaño y así como todo cambia, que yo cambie no es extraño”.

 

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Edición: Estefanía Cardeña


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