Opinión
Daniela Tarhuni
06/07/2025 | Mérida, Yucatán
Esta historia comenzó en una cantina del centro de Mérida —no recuerdo cuál—, pero lo que sí recuerdo es que ahí, entre cervezas bien frías y conversaciones sobre el dolor de México, Rocato Bablot me presentó a Andrés Silva. Era 2012 y Rocato había venido a participar en la primera edición de la FILEY, donde presentó su segundo libro sobre las Caravanas por la Paz y del Consuelo, impulsadas por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, encabezado por el poeta Javier Sicilia. Aquellas caravanas recorrieron el país desde la herida, como respuesta cívica y poética ante la violencia de la llamada guerra contra el narcotráfico. En ese momento, ninguno de los tres lo sabíamos, pero aquel encuentro sería el punto de partida de una complicidad editorial que, años más tarde, tomaría forma en La Jornada Maya.
Hacer memoria es necesario para hablar del nacimiento de La Jornada Maya, porque este proyecto editorial irrumpió como un soplo nuevo y fresco en la escena mediática del sureste. Llegó con otra mirada y otro pulso. Propuso contar lo que ocurre en la península desde dentro, sin traducirlo para contarlo desde el “centro”. En una región históricamente asimétrica, este diario abrió espacio a las voces que habitan y piensan desde el sur.
Sin duda al principio hubo recelo: después de todo, La Jornada es un proyecto editorial nacido en la capital del país y ya sabemos cómo es visto el centro: ajeno, fuereño. Pero desde el inicio, su edición peninsular dejó claro que la narrativa dominante del “periódico nacional” nunca alcanza a registrar la complejidad de los territorios. Por eso, la apuesta por ediciones regionales es tan valiosa: porque reconoce que lo local importa, que cada estado tiene su tiempo y sus historias.
En 2015, cuando La Jornada Maya comenzaba a consolidarse, Andrés me invitó a colaborar. Sabía que me dedicaba a la comunicación de la ciencia y propuso abrir una columna sobre el tema. El 4 de mayo apareció mi primera colaboración en su sitio web, con la intención de mostrar que la ciencia no es ajena al mundo, por el contrario, está inmersa en la cultura y en nuestras decisiones cotidianas. El 5 de julio, una nota anunciaba: “Aterriza La Jornada Maya en la península de Yucatán”, y al día siguiente, el lunes 6, salía a la calle el primer número impreso.
Ver ese ejemplar fue emocionante. Representaba mucho más que una nueva publicación: era la apuesta por hacer periodismo con acento del sureste y que incorporaba al debate público la presencia viva de la lengua maya.
Poco después, el 16 de julio de 2015, Andrés me escribió: “oficial e impresamente, ya eres jornalera maya”. Aquel día se publicó un artículo mío sobre el Proyecto SETI y la película Contacto, en el que reflexionaba sobre la búsqueda de vida extraterrestre y nuestra propia necesidad de construir sentido desde la ciencia y la imaginación.
A lo largo de esos primeros dos años, La Jornada Maya me abrió sus páginas y sus espacios digitales para escribir sobre medio ambiente, historia de la ciencia, hitos de la exploración científica y también para hablar de política científica, sin imaginar que hoy esas discusiones llenarían ríos de tinta, y no siempre para bien.
Gracias a la complicidad editorial, pude escribir sin fórmulas preestablecidas, y en ese ejercicio, también compartí espacio con el trabajo gráfico de Chakz Armada, que acompañó muchas de esas colaboraciones con imágenes que interpretaban y abrían más preguntas.
Hoy, al celebrar estos diez años, me emociona pensar en todo lo que se ha narrado desde sus páginas. Y sí: me acuso de no haber sido una colaboradora constante. Pero amenazo, como siempre, con volver.
Una década después, celebro que La Jornada Maya siga siendo un espacio abierto para las voces del sur. Gracias por abrirme sus páginas. No habrá Rayuela en esta edición, pero hay Bomba y K’iintsil. Y por eso, entre otras muchas razones más, es que seguimos aquí, leyendo.
Lea, del mismo especial por el 10 aniversario:
Edición: Fernando Sierra